viernes, 14 de mayo de 2010

ME LLAMO SOLEDAD

(Foto: Aldana Riobó)
¿Cómo traer conmigo la sensación de haber volado en otra luz, que se metió en mi espíritu? ¿Cómo explicar que Vivaldi salía desde mis arterias? ¿Que los olores eran diferentes? ¿Cómo eran? Eran azules y delgados. Tan delgados que sentía su entrada en el pecho y me volvían buena, muy buena. Tan buena como para regalar mi sangre toda, como para juntar amorosamente mis pies en la cama, y dejar que se hagan el amor entre los dedos, porque siempre me pareció que tenían vida propia.
Me levanté de la siesta y me dirigí directamente hacia él.
-¿Dormiste bien? Me preguntó. Con esa mirada sólo suya, que yo habría reconocido en el último círculo de los infiernos, o donde termina la galaxia. Y por respuesta, lo abracé.
Me le colgué de un hombro, le acaricié los cabellos. Sentí que lo amaba de una manera que no se podría contar, porque no encontraría la forma de hacerlo. El idioma, por primera vez no me alcanzaba. Quizá él hubiese podido definirlo, si yo le hubiera pedido ayuda.
Él, que sabía tanto de todo, de abrazos, de besos, de dolores, de poemas con los que me acariciaba. De miradas con las que nos entendíamos. De enojos y de espacios. De límites y de distancias tan sensuales, que nos reconciliábamos dentro de una simple taza de café. Nos mimábamos en su borra, enterrados en porcelana de mundos antiguos. Todo era diferente y nada era distinto con él.
Nosotros sabíamos que moriríamos juntos, cada bolsa de carne se metería en la otra, para llevársela consigo. Y no sería egoísmo. Sería saber vivirse.
Volviendo a aquel día de la siesta: me observó, quitando su vista muy concentrada de la tabla donde planchaba sus pantalones, y comentó: - “Qué me habrás visto vos para enamorarte de mí…”
Y no pude menos que volver a abrazarlo, acariciarlo como a un niño y besarlo como a un hombre.
De pronto el deseo fue una flor instalada entre sus labios y los míos, y lo dejé hacer. Probé un poco de su mirada, me la bebí casi con desesperación. Mientras, él atrapaba mi boca, y yo arrojaba el florero y los libros de la mesa, al piso. Me tomó allí mismo. Nos tomamos.
El sol entraba sin permiso y calentaba los vidrios de la cálida cocina y ¡cómo se reía el reloj! El gato maullaba celoso. La vajilla saltaba fuera de lugar para llamarnos la atención, y las sillas se agolpaban entre sí, como dispuestas a jugar a la ronda. Las botellas tocaban una melodía desde las alacenas.
Con mis piernas y brazos rodeándolo, me sentía segura. Todo ese ruido hogareño era una inmensa orquesta que venía con él, hasta mis entrañas. La voz masculina ahogaba mis gemidos y provocaba mi desesperación, hasta hacerme gritar su nombre. Nuestras voces húmedas se mezclaban en la algarabía del mundo que nos rodeaba.
¡Qué calidez la de su aliento! ¡Qué maravillosa sonrisa de satisfacción! ¡Qué complaciente con mis oídos! Habíamos satisfecho el apetito de las cuatro estaciones juntas.
Afuera, las hojas se pegaban curiosas a los vidrios de las ventanas. Había dejado de llover y se adivinaba el frío. Adentro, el calor fraguaba todo, aún los sonidos.
De la cúspide caeríamos juntos.
La plenitud había llegado.
Me apreté a él con la fuerza contundente del que se desborda, y teme caer del otro lado del espejo, igual que si fuera a salírseme de adentro algo desconocido, que ya no podría contener.
Como si la soledad acechara ya desde mi nombre y tuviera miedo de despertar, continué mi siesta hasta que llegaron las sombras de la tarde.

Norma Aristeguy