sábado, 31 de marzo de 2012

DEJARSE ESTAR



De pronto ella comprende que ya está recibiendo las paladas. Que su cuerpo, su mente y su espíritu están siendo su propio lecho.

Es día domingo. Como otro cualquiera. Como todos los domingos. La casa se le viene encima.
El polvo de esos días ventosos cubre los muebles, los zócalos y alcanza los adornos, los portarretratos con las imágenes queridas, las pinturas con africanas que la miran sorprendidas, los paisajes con más tierra de la que contienen sus dibujos.

Los libros que luchan su propia batalla, tratando de distraerla desde sus páginas para que se quede con ellos. Y una rosa avejentada que cae desde la verborragia de sus hojas, como una atrevida señal, como un aviso, o una apurada invitada a su despedida.

Los sahumerios se quejan en humo, la llaman desde aromas que le traen los recuerdos de otra casa, de otro tiempo.
Los vidrios de las ventanas salpicados, impidiéndole la visión del afuera.

Las canciones acumuladas que escucha mezcladas, entre honrar la vida, el ramito de hollín, el que no buscaba a nadie y la vio, sus castillos en el aire y su Buenos Aires querido. Sus padres que vienen con las letras. Su gran amor que se quedó allá lejos en la juventud y los que le siguieron. Los CDs. en pilas sin ordenar, siempre por hacerlo.

Los papeles, los malditos papeles. Los que decidieron su vida.
Juntar datos, acomodarlos, poner su sangre sobre números transcurridos, fechas, cantidades, sellados, conceptos, declaraciones. Todo es lo mismo. Allí no ha entrado el viento, el estrago lo ha hecho la vida, el polvillo, el cansancio. Todo por hacer.

El placard motivo de gozo de otra época, hoy tampoco importa. Los sacos que jamás se pone, los pantalones anchos que ya no usa, las faldas cortas que quedaron ahí, inertes. Los cinturones que se le caen, los tacones muy altos que se le ríen cada vez que ella los revisa como si fuera a calzarlos. Alguna blusa de escote avergonzado que se esconde en un rincón. Todo es un ramo de algo que ya no vestirá, es un atado de pereza melancólica que no va a ordenar.

Y los recuerdos en rincones, algunos envueltos en desaforada cantidad de años, otros más recientes, pero están por acomodar. Y no puede con ellos.

Vuelve a la biblioteca. Mira los libros, los hay etiquetados, listos para ser organizados en ese programa del ordenador que la ayudará a encontrarlos más pronto si los busca, y los hay recostados, sosteniéndose unos con otros como en un mimo de ternura, porque se sienten abandonados y solitarios. Sin embargo, ella recuerda la historia de cada uno, cuándo y cómo los tuvo, sabe el por qué de su lectura, sabe cómo se gestaron en su deseo y cómo nacieron a la vida de sus ojos, a veces por amor a su autor, y otras sólo por necesidad. Pero a ellos no hace falta limpiarlos ni organizarlos, los lleva puestos en el alma como a sus hijos.

Restos de lanas, de hilos, de telas. Bordados por terminar, botones para coser, bastidores en desenfrenada blancura, cartas, cintas de bodas, de cumpleaños, de bautismos, papeles con letras de Cortázar, de Neruda, de Lorca.
Y ellos… los que aniquilan el tiempo, los que no saben del futuro que ella sí conoce, los que sólo cuentan el momento, ese momento que muestran, son ellos, los álbumes con fotos.

Será mejor recostarse como los libros, y dejarse estar una vez más.

Norma Aristeguy

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